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La Via Urbana

El Manifiesto de Quito

El Manifiesto de Quito (Hacia UN Hábitat 3 Alternativo)

Ritual de apertura del Foro Social de Resistencia Popular a Habitat III, QUITO, ECUADOR (16 octubre 2016)

¿Quiénes hacen las ciudades?

Las ciudades no las hacen los propietarios rentistas del suelo, ni los promotores especuladores, ni los constructores explotadores. No las hacen los bancos ni los fondos de inversión que venden mercancías para las clases solventes o productos averiados para el resto o para nadie. 

Tampoco los gobiernos que construyen viviendas para los trabajadores donde la ciudad se pierde, donde no hay ciudad, sino explotación y especulación. Las ciudades las hacen los pueblos, pero se las apropia el cartel de propietarios, promotores, constructores. Por encima de estos domina el sistema financiero. Y como cómplices necesarios, los gobiernos de los Estados y los legisladores, y en muchos casos los gobiernos locales. También son cómplices muchos profesionales y sus asociaciones, por acción o por omisión, pues sin planificadores y urbanistas, arquitectos e ingenieros, economistas y juristas, no se llevarían a cabo las políticas y las intervenciones en el territorio. Todos contribuyen a la desposesión de los ciudadanos y ciudadanas.

¿Cómo no se va a reivindicar el derecho a la ciudad si hemos sido desposeídos de ella?

¿Cómo se hacen y deshacen las ciudades hoy?

La ciudad es un proceso, es un producto generado por dinámicas contradictorias. No es ni debe ser un modelo fijado de una vez por todas. Sin embargo, los que hoy rigen el destino de las ciudades son aquellos orientados por la acumulación de capital y, en muchos casos, por la especulación urbana. En nombre de la globalización, de la competitividad y de la expansión urbanizadora se crean dinámicas generadoras de desigualdades y exclusiones. La acumulación de capital se hace en detrimento de la reproducción social o de la fuerza de trabajo, de la vivienda, los servicios básicos (agua, energía, saneamiento…) y servicios y equipamientos necesarios para todos los ciudadanos (transporte, acceso a la educación y a la sanidad, seguridad, espacio público y entorno ambiental dignos, ubicación integrada en la ciudad, centralidad accesible, mixtura social, programas de protección social y contra la pobreza…). El déficit y la degradación de los medios de reproducción social o salario indirecto dan lugar a una desposesión de la ciudad para gran parte de los ciudadanos. A ello se añade la precariedad, la desocupación y la reducción de los salarios directos, lo cual acentúa los procesos de exclusión, pues los afectados viven fuera de la ciudad o en zonas degradadas, sin cualidad de ciudad.

En este contexto, el urbanismo deja de ser instrumento para desarrollar la ciudadanía, mientras las políticas de vivienda contribuyen a la negación del urbanismo ciudadano. Las áreas centrales se elitizan y devienen enclaves o son abandonadas a la marginalidad. La otra cara de la moneda es la urbanización dispersa, fragmentada y segregadora. La ciudad se pierde, tiende a no ser ciudad, con su densidad y mezcla de poblaciones y funciones. Los ciudadanos atomizados dejan de ser ciudadanos, pues solo se lo es en relación con los otros. Somos conciudadanos o no somos ciudadanos.

¿Los urbanistas hacen ciudad? ¿Crean condiciones para el ejercicio de la ciudadanía? ¿Quiénes son los que más necesitan de la ciudad?

Los urbanistas y otros profesionales no son los principales responsables de la no ciudad, pero la legitiman con los planes y proyectos que ejecutan con sus intervenciones y direcciones de obras. Crear condiciones para el ejercicio de la ciudadanía supone hacer viviendas dignas, accesibles e integradas en la ciudad; promover la mezcla social, garantizar la calidad del entorno y del espacio público, facilitar la movilidad y la proximidad de las centralidades, etcétera. Los sectores populares son los que más necesitan de la ciudad, de lo público y de lo común, de la convivencia y de la diversidad. En cambio, se les margina en zonas degradadas y sobre todo en las periferias, formales o informales, lejos de la ciudad densa y heterogénea, aislados y desprotegidos.

¿A caso los urbanistas no tienen un código ético profesional, legal o cultural? Lo tienen los médicos, los educadores, los transportistas, los funcionarios públicos. Los urbanistas y planificadores disponen de una retórica bienintencionada, pero no de una ética aplicada a su profesión. Pueden cumplir los requisitos técnicos, pero no el uso social de sus proyectos e intervenciones en la ciudad. Los fundamentos del urbanismo desde el inicio de la ciudad industrial eran garantizar el acceso de todos los ciudadanos a la vivienda, servicios y calidad de vida, y también reducir las desigualdades para avanzar a una ciudad donde todos fueran “libres e iguales”. Con frecuencia se actúa en contra de estos principios. El desarrollo urbano hoy se caracteriza casi siempre por acrecentar la injusticia espacial. Algunos de los fundadores del urbanismo y sus continuadores fueron más allá del urbanismo: asumieron el compromiso de transformar la sociedad combatiendo con los poderes económicos y mediáticos y denunciaron la complicidad de los gobiernos. El relato del urbanismo actual, el conjunto de las políticas urbanas, no asume la desigualdad social espacial, cultural y económica. Y ello, a su vez deja a los estratos populares con un déficit de participación e influencia política. Tampoco asume la sostenibilidad de los recursos y del medioambiente. La urbanización extensiva sin ciudad y la ciudad ostentosa y despilfarradora son insostenibles. Son los dos grandes retos a los que debemos responder.

La reconquista de la ciudad por y para los ciudadanos

Como escribió Lefebvre, “la revolución será urbana o no será”. Los gobernantes y los planificadores, aunque quisieran, no reconquistarán la ciudad para los ciudadanos. En el mejor de los casos contribuirán a ser portavoces o representantes de las movilizaciones ciudadanas, si asumen las esperanzas populares frente a la injusticia espacial. Para ello hay que empezar a combatir las palabras peligrosas, que naturalizan y mistifican la realidad. Ni los que han creado los problemas van a encontrar las soluciones, ni el lenguaje del poder va a liberar a la ciudadanía. En nombre de la globalización se exalta la competitividad del territorio y de la ciudad, una torpeza conceptual si no fuera que legitima actuaciones depredadoras, operaciones especulativas, multiplicación de enclaves, expulsión de los sectores populares de la ciudad cualificada y la precarización de amplios sectores de la población. El mal uso de la austeridad y de la eficiencia privatizan los servicios colectivos que todos precisamos, o estos se descapitalizan y se degradan, y se pervierten los derechos conquistados o prometidos. Se utilizan indicadores de desarrollo económico clasistas y engañosos, como el PIB, la urbanización difusa y las arquitecturas aparatosas. Como resultado tenemos los enriquecimientos ostentosos de urbanizadores, bancos y empresas de servicios, y los empobrecimientos materiales, culturales y políticos de las mayorías. Los programas de vivienda social se confrontan con los criterios básicos del urbanismo ciudadano, devienen instrumentos de la segregación y la exclusión. Y cuando la ciudad llega a conjuntos producidos por sus habitantes, se tiende a expulsarles sin respetar el legítimo “derecho al lugar”. El discurso de la cohesión social ha servido para no precisar las desigualdades. Y el de la seguridad, para generar miedo a la ciudadanía y legitimar las represiones preventivas. Y el discurso sobre la resiliencia de los pobres ha servido para justificar que no reciban ningún apoyo de las administraciones públicas para la construcción de sus barrios y viviendas, y deban arreglárselas con sus pWropias fuerzas y medios. La lista de conceptos manipuladores que es utilizada en los discursos, los planes, las cátedras y los titulares de los medios de comunicación, es casi infinita.

Hay un déficit de responsabilidad compartida de gran parte los medios políticos y profesionales: no dicen la verdad, oscurecen la realidad, aceptan los poderes de hecho y pervierten el derecho. No se hace público el proceso especulativo con el suelo, que en muchos casos duplica el valor de la construcción. Se ha facilitado la desregulación del sistema financiero, y los bancos y fondos de inversión convierten las viviendas y los servicios privatizados en mercancías lucrativas y de beneficios cortoplacistas. Se dualiza la ciudadanía: las minorías solventes tienen derechos plenos y las mayorías sociales no los tienen o se degradan. El presidente de la multinacional Nestlé lo expresó muy gráficamente: “El agua no es un derecho, es un producto que hay que comprar y pagar”. O lo que dicen brutalmente los financieros: “Nosotros invertimos y damos créditos, exigimos la devolución y los intereses, y no nos importa que luego se venda o no la mercancía”. No les interesa el producto final ni el uso social del mismo; su patrimonio no está compuesto por los bienes reales sino por los pagarés, cobrados o no. El espiral del endeudamiento lo sufren las clases populares y medias.

La responsabilidad de los profesionales y políticos es explicitar y combatir los abusos del sistema financiero global; hacer ciudad donde solo hay urbanización y hacer ciudadanía para todos donde solo hay enclaves centrales excluyentes; regular el control público del suelo para yugular la especulación; denunciar y recuperar los servicios privatizados; planificar la ciudad a partir de la compacidad de lo construido y la convivencia de clases sociales y actividades urbanas; realizar proyectos debatidos con los actores sociales ciudadanos; priorizar las acciones positivas hacia los colectivos más vulnerables, las mujeres, los sectores de bajos ingresos, la infancia, los desocupados, los refugiados o desplazados; crear ambientes seguros y polivalentes en los espacios públicos; rechazar la ideología del miedo y la criminalización de las llamadas clases peligrosas, las poblaciones pobres y los barrios marginales, los jóvenes, los “otros” (los que se diferencia por su etnicidad, la extranjería, la religión o la piel).

De la marginación a la ciudadanía: conquistar el territorio y ser gobierno

Los ciudadanos se hicieron ciudadanos haciendo ciudad. En muchas ciudades de todo el mundo, en el pasado y también en el presente, la producción social de la vivienda y sus entornos y servicios básicos fue obra de sus habitantes. Hicieron barrio, hicieron ciudad, la otra ciudad. Construyeron tejido social, conquistaron el “derecho al lugar”. Tienen derecho a recibir bienes y servicios dignos y accesibles. Y si el lugar era inhóspito, vulnerable o de muy difícil inserción en el ámbito ciudadano, les corresponde una localización mejor pactada con los gobiernos locales. Sin embargo, ahora los organismos estatales o locales y los financieros y promotores realizan el camino inverso: de la ciudad a la marginación. Por razones financieras, especulativas o sociales se promueven conjuntos para sectores populares más allá de la continuidad de la ciudad, se les criminaliza o se les desprecia.

Las movilizaciones sociales, las conquistas políticas en el ámbito local reaccionan frente a la injusticia espacial, que integra la económica, la cultural, la social y la política. Los ciudadanos se movilizan por sus necesidades y por sus derechos. Pero se enfrentan a unos gobiernos locales en muchos casos impotentes, cómplices y que no los representan. Los gobiernos municipales surgidos de las movilizaciones populares promueven acciones inmediatas para atenuar los efectos perversos de las dinámicas urbanas dominantes, pero difícilmente disponen de los medios políticos y técnicos para revertir esas tendencias. Sin embargo, estos gobiernos y estos movimientos, reforzados por los actores culturales y profesionales, pueden construir proyectos que correspondan a las aspiraciones de justicia latentes o expresivas. Para ello hay que reconstruir los proyectos políticos renovados.

El territorio como ámbito político, ¿es ahora pertinente? El territorio ¿puede gobernarse democráticamente mediante una democracia simplemente representativa?

Vivimos en barrios y en municipios, pero no solamente. Vivimos desde la cotidianidad en los mundos virtuales y en la cotidianidad en mundos de proximidad, pero que van más allá del mundo. Vivimos en las ciudades metropolitanas, las regiones altamente urbanizadas, las redes de ciudades, las periferias sin alma ni historia, los centros sin centralidad, las centralidades sin vida. Los movimientos barriales deben proyectarse en la ciudad y esta debe, a su vez, tener perspectivas metropolitanas. Es necesario racionalizar los servicios colectivos a la escala colectiva. La coherencia del planeamiento de infraestructuras y centralidades requiere ámbitos metropolitanos y regionales; la redistribución social necesita un territorio supramunicipal; la unificación de la fiscalidad y del gasto público es un instrumento íntegrador de las periferias metropolitanas. No habrá justicia espacial sin gobernabilidad metropolitana.

El gobierno metropolitano debe ser fuerte para publificar los servicios de carácter colectivo; para afrontar el régimen de la propiedad del suelo, las políticas de sostenibilidad que incluyen la movilidad, la gestión de la energía y del agua, la organización de los transportes, el reforzamiento o la creación de centralidades,; la continuidad de la ocupación del suelo, la protección o invención de los espacios naturales, la ordenación de las actividades económicas, la articulación de las grandes infraestructuras, la proyección hacia el exterior.

Un gobierno fuerte no puede ser únicamente controlado por un miniparlamento formado por las mismas castas que se reproducen y por agencias tecnocráticas y que, en muchas ocasiones, mantienen grandes empresas financieras, de servicios o de construcción. El control social va mucho más allá de la participación. Cuando se regula, deviene una forma de generar consensos pasivos y, en el mejor de los casos, genera momentos de conflicto y negociación. Las ciudades metropolitanas y las regiones muy urbanizadas son la base para desarrollar políticas democráticas activas, como son la gestión ciudadana o la participación social con una cuota influyente o codecisoria en los servicios y equipamientos; o el desarrollo de entidades ciudadanas de carácter cooperativo o no lucrativo, como la banca ética, las cooperativas de vivienda. Políticas democráticas como las iniciativas de economía social; la iniciativa popular como una forma normal de promover la legislación, etcétera. Se trata de desarrollar la democracia transformadora no solo de las instituciones políticas. La democracia económica, social y cultural es condición de la democracia política real. La participación política efectiva requiere una base de derechos vinculados al trabajo, a la vivienda, al espacio público, a la formación, a la salud, a la protección social y a la cultura.

La democracia y los derechos o el derecho a la ciudad para democratizar la democracia

Vivimos una época de desdemocratización. A lo largo de los siglos XIX y XX se fueron instituyendo los derechos civiles y políticos y se los complementó con la democracia representativa, liberal y formal, pero de facto  o legal. Se limitó el voto a las mujeres y a los sectores populares. Los derechos sociales y económicos se conquistaron más tarde, en la primera mitad del siglo XX, principalmente, y las clases populares adquirieron fuerza política. Los derechos sociales, las políticas del Welfare State  o políticas redistributivas, permitieron no solo mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y sectores populares, sino que también les facilitó la intervención en la política, limitada de la democracia representativa. La democracia económica en el ámbito del trabajo, en cambio, avanzó muy poco, casi siempre reducida al reconocimiento de los sindicatos y la contratación colectiva en las grandes empresas. La lógica de la economía capitalista escasamente regulada y sin una contraparte potente dentro de las empresas no solo ha mantenido el afán de lucro, la acumulación de capital, por encima de todo, es decir, de las demandas de la población. También ha provocado regresiones de los derechos sociales vinculados a la reproducción social, que principalmente se expresan en los bienes y servicios propios de las ciudades y zonas urbanas. Derechos básicos como la vivienda, el acceso a la educación y la sanidad, la energía, el agua y el coste de los transportes, hoy ya no son derechos para amplios sectores de la población. El pacto implícito sobre la democracia se ha roto.

El proceso desdemocratizador iniciado en el último cuarto de siglo XX se aceleró mediante la globalización financiera a finales del siglo. La especulación se impuso a la producción, la hipercompetividad derivó en precariedad y desocupación, se privatizaron los bienes y servicios comunes, las viviendas se convirtieron en mercancías que arruinaron a sectores populares y medios, el urbanismo ciudadano se pervirtió en arquitectura artificiosa y conjuntos cerrados o aislados. La acumulación de capital se concentró y la reproducción social se redujo a mínimos. Los derechos sociales se restringieron o se suprimieron. Gran parte de los ciudadanos dejaron de serlo. El marco político-jurídico se desarrolló pervirtiendo los principios generales de las constituciones y de las cartas de los derechos humanos. En nombre de la economía de mercado, de la propiedad privada y de la interpretación o desarrollo de las leyes se desprotegió a los sectores más vulnerables y se empobreció a la ciudadanía. El Estado de derecho es estático y la fuerza de los poderes económicos y de la complicidad de los gobiernos y la judicatura lo deformaron o no lo adaptaron a las nuevas aspiraciones y necesidades de las mayorías. Por otra parte, la economía financiera y la corrupción política y jurídica se aliaron con los especuladores al límite de la legalidad, e incluso con la economía ilegal o criminal. La democracia, un proceso con vocación progresiva, se confronta con el marco legal vigente. Los derechos legítimos propios de nuestra cultura política y de los principios derivados de las revoluciones democráticas de los siglos XVIII y posteriores entran en conflicto con el marco legal pervertido y las políticas públicas neoliberales. El derecho a la ciudad es un importante instrumento redemocratizador, asume el conflicto en nombre de los derechos legítimos, plantea alternativas y propuestas que modifican las políticas públicas y las normas que facilitan las intervenciones en el territorio y expresan una vocación de rehacer las ciudades en nombre de la democracia, la ciudad de ciudadanos libres e iguales.

El derecho a la ciudad, una aspiración del presente y una esperanza de futuro

El derecho a la ciudad nació en los barrios, en los movimientos populares urbanos. Nació sobretodo con las mujeres que defendieron y mejoraron sus viviendas y sus entornos, que anhelaban seguridad y acceso a la educación y a la sanidad. La ciudad será protectora y cuidadora si deviene feminista. Nació también entre los jóvenes que expresaban ser reconocidos como ciudadanos. Entre los trabajadores/as que eran conscientes que con sus ingresos no podían pagar a la vez vivienda y transportes ni agua y energía, ni los bienes y oportunidades que ofrece la ciudad. El derecho a la ciudad unificaba demandas y necesidades diversas, pero interdependientes, los derechos eran necesarios todos a la vez, si faltan unos, los otros no son lo que debieran ser. El derecho a la ciudad no es una petición de asistencia, es una exigencia justiciera. Supone capacidad de dotarse de fuerza política y de cultura ciudadana para poner en cuestión los marcos legales y las políticas públicas. Pero es algo más, un anhelo de justicia, de igualdad, de acabar con los privilegios, de vivir libres y reconocidos como ciudadanos de plenos derechos. Otros, pensadores de la ciudad comprometidos con el pueblo, dieron nombre y difundieron a todo aquello que expresaban con sus lenguajes los colectivos populares y gran parte de la ciudadanía, como Lefebvre pronto hará 50 años, pero también los socialistas llamados utópicos y Engels, urbanistas como Cerdà y su lema de “ciudad igualitaria”, y tantos otros que siguieron.

El derecho a la ciudad ha significado una base teórico-política profesional y ciudadana. La ciudad es un proceso que puede ser regresivo o progresivo y lo mismo ocurre con los derechos ciudadanos. Se trata de resistir a la regresión y construir una base sólida para garantizar el progreso continuado de la democracia vinculada a la reproducción social y en favor del salario indirecto y contra la explotación por parte del capital acumulativo y especulador. El catálogo de los derechos que se incluyen en el derecho a la ciudad puede ser interminable y diverso, según sean los países y sus momentos históricos. Lo que importa son dos criterios fundamentales. Uno, los derechos –sociales, económicos, vinculados a la sostenibilidad, culturales y políticos– son interdependientes, no valen los unos sin los otros. El otro, no vale proclamar los derechos si no van acompañados de la voluntad de derribar los obstáculos político-jurídicos, económicos o culturales, como el afán posesivo de la propiedad del suelo y la vivienda sin limitación alguna; si no implican reconocer formalmente un derecho legitimado socialmente, como es el acceso a todas las tecnologías de comunicación e información, o garantizar el financiamiento –que es viable– de la renta básica. El derecho a la ciudad deberá complementarse con los derechos económicos en la relación capital-trabajo. En consecuencia, los movimientos ciudadanos necesitan articularse con las organizaciones y asambleas de los trabajadores en su lugar de trabajo. En el territorio es donde se deben articular los procesos de cambio en la ciudad y frente al Estado. La legitimación de los derechos en democracia requiere el derecho a la insumisión para legalizar el derecho y eliminar los obstáculos que se oponen a su realización efectiva. Asumimos que, en una época de cambio, la Democracia real debe confrontarse con el Estado de Derecho formalmente pervertido. Reconocemos que el Derecho libera, pero con el tiempo deviene opresor.

El futuro de las ciudades se confunde con el de la humanidad. Y, sin embargo, los organismos internacionales, en especial Naciones Unidas, han fracasado

Las Naciones Unidas olvidaron desde el inicio que no eran las naciones, el pueblo en acción, sino los Estados y sus gobiernos; ni tan solo los parlamentos están presentes. Los pueblos quedaron fuera y la burocracia internacional está sometida a los intereses conservadores de los gobiernos. Los pueblos y sus territorios, hoy en su mayor parte urbanizados, tienen algunas posibilidades de hacer sentir voz, pero no tienen voto. Los pueblos están atomizados por la democracia de base representativa mediante el voto de los individuos. Las ciudades son, en cambio, agregadoras; o, como dijo Dahrendorf, la democracia liberal es frígida, la ciudad es cálida. Hay una relación directa entre los gobiernos locales y la ciudadanía activa organizada. En foros o conferencias los representantes de las ciudades pueden expresarse mediante portavoces reales. Se hacen escuchar, aunque sea desde posiciones marginales.

La existencia de Hábitat hasta ahora no se ha justificado. Las Conferencias cada veinte años y los Foros Urbanos más frecuentes han permitido encuentros más propios de una feria popular repetitiva que de un espacio de debate, resoluciones y seguimiento de los compromisos. No ha tenido efectos visibles ni resultados prácticos. Al contrario, los expertos fichados por Hábitat suavizan cualquier declaración que pudiera despertar el sopor de los diplomáticos gubernamentales y aun así estos vigilan siempre que se multipliquen las suficientes precauciones para que los textos oficiales sean insípidos, neutros, para que no puedan llevar algo que parezca impertinente a algún gobierno susceptible. Es decir, perfectamente inútiles. O desde una sociedad civil elitista nos propone “Hacia un nuevo paradigma urbano”. Palabras angelicales dirigidas a los Reyes Magos para olvidar los problemas reales y los actores destructores de la ciudad y de la ciudadanía. Solamente podemos decir en su favor que en sus márgenes ha generado una oportunidad de encuentro fantástico de organizaciones populares y ONG, colectivos de profesionales comprometidos con los derechos ciudadanos, gobiernos locales sensibles a las demandas sociales. Como es este Foro alternativo. Pero Hábitat y Naciones Unidas ni se comprometen ni nos representan.

Hábitat no se compromete a nada. La NAU (Nueva Agencia Urbana) declara grandes compromisos. Los compromisos ¿quien los asume? ¿Los gobiernos nacionales? ¿El PNUD y Hábitat? ¿Los gobiernos de las ciudades? ¿Se concretan los compromisos en acciones o controles por parte de los gobiernos competentes? ¿Cuáles medidas se tomarían si se incumplen los compromisos? ¿Se podrá recurrir a tribunales internacionales? Ni tan solo han sido capaces de asumir claramente un concepto tan justo y democrático como el derecho a la ciudad. A lo largo de las reuniones preparatorias han ido suprimiendo temáticas fundamentales, como el incremento especulativo del valor del suelo, los modelos de urbanización extensiva sin ciudad, los mercantilización de la vivienda, el aumento creciente de las desigualdades en la ciudad, el régimen de la propiedad del suelo, los problemas emergentes, la financiarización del territorio, etcétera.

Sugerimos que se cree una agencia independiente formada por destacados activistas sociales, expertos reconocidos y representantes o exgobernantes de ciudades, que coordine una red de colaboradores que adviertan sobre los cumplimientos o incumplimiento de los compromisos adquiridos. Las asociaciones de ciudades, las organizaciones sociales o cívicas y los centros de estudios e investigaciones podrían ser importantes colaboradores.

Hábitat no nos representa. Se trata de reconstruir un Hábitat que no esté en manos exclusivamente de los gobiernos de los Estados. Estos no debieran tener más que una presencia minoritaria. La mayoría de los miembros se repartiría entre los gobiernos de las ciudades y otros asentamientos locales, representantes de las organizaciones y de movimientos sociales y miembros colectivos profesionales o académicos. Todos ellos deberían comprometerse a defender un conjunto de principios que expresaran la vocación de hacer ciudad y de promover los derechos ciudadanos de todos, lo cual debería concretarse en acciones positivas sobre el control del suelo; en la consideración de la vivienda como un servicio público; el acceso al agua o la energía, a la enseñanza y a la sanidad, a los transportes; el control público del sistema financiero y subordinado al sector estatal, local o cooperativo, etcétera. Si hay gentes sin derechos no hay derechos de nadie. Si faltan los derechos se imponen los privilegios de las minorías. Los excluidos son gentes sin derechos o con derechos limitados. Pero ellos, conjuntamente con las fuerzas ciudadanas activas, pueden hacer posible la ciudad democrática. Un Hábitat distinto al que existe hoy. Debería ser una Asamblea de los pueblos, no monopolio de los gobiernos y de la burocracia dependiente de ellos.

Quito, 20 de octubre 2016

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